2.6.1.- Mi perro Misuri
"Yo confieso que he matado"
Herminio Omaña Menéndez
Consideraciones previas al relato de hechos.
Animal - Sustantivo masculino, derivado del latín animal, -alis: ‘ser vivo, ser animado’.
El concepto de animal, palabra perteneciente a la familia etimológica de alma, se atribuye al ser dotado de respiración o del soplo vital (anima).
Algunos, como yo mismo, añadimos a la definición anterior otro atributo de los animales que también se asocia en psicología al alma y en biología al corazón: su capacidad de sentir (gozar y padecer). ¿Quién no ha visto a un animal triste y contento en momentos distintos?
Ya el filósofo griego Aristóteles, asimilando vida y alma, propuso la opinión de que el ser vivo es el que nace, crece, se reproduce y muere.
Algunos, yo también entre ellos, podríamos añadir, para precisar esos conceptos de las actividades en que consiste el vivir, que el ser vivo nace de otro ser vivo, se mueve por sí mismo, se relaciona con el medio, se comunica con otros seres vivos, siente con los sentidos, desea, se alimenta, se reproduce, envejece y muere.
Tal vez, para rellenar vacíos más menudos en nuestras cavilaciones, tendríamos que precisar un poco más algunas de estas actividades, constatando que, en general, los seres vivos, más que nacer, hemos sido nacidos; que algunos de los que nacen no mueren al final de sus días, sino que son matados; y que muchos, o algunos de nosotros, yo mismo, también matamos, poniendo fin a la vida de otros seres vivos. ¡Mal, muy mal hecho en según qué casos!
Ahondando, ahondando, podremos aquilatar un poco más la cuestión, calificando actividades y determinando hechos vitales con expresiones como: nacimiento espontáneo, motu proprio, lucha por la vida, relación íntima, impulso vital, deseo incontenible, apetito voraz, maltrato animal, reproducción asistida, último aliento, cuidados paliativos, muerte prematura, matanza de inocentes…
En fin, dejémonos de lilailas, vayamos al grano y veremos en que acabamos.
1.- Vida de cachorros.
Los niños que nacimos y nos criamos en pueblos y familias ganaderos de la España rural de mitad del siglo XX nos topamos prematuramente con todos los hechos vitales, desde el nacimiento a la muerte, en los que pudimos aportar nuestra parte a la crianza y hasta al mimo de seres vivos. En la mayoría de los casos nos tocó participar de forma no traumática en las tareas relacionadas con estos acontecimientos; pero también fuimos enfrentados a actuaciones crueles, ¿traumatizantes?, que pudieron dejar huella en nuestro carácter, aunque generalmente logramos sobrevivir a ellas compensando las malas con las buenas obras y las peores con las mejores experiencias.
La primera actividad cruel que me tocó realizar en mi vida fue la de matar animales. Lo hice por primera vez a los 8 años y, desde entonces, lo he tenido que repetir en varias ocasiones. No me refiero a la acción de sacrificar animales para aprovecharlos como alimento ni a cazar animales o pescar peces con fines deportivos, que son actividades muy habituales y no provocan, según parece, rechazo social ni mala conciencia en sus autores. Me refiero a matar animales indefensos con el fin de “deshacerse de ellos”, cuando ya no son útiles o molestan, lo que sí genera, al menos en mi caso, un imperdonable complejo de Herodes.
Tenía yo ocho años cuando me encomendaron deshacerme de una camada de gatos que no eran bienvenidos en casa de mis abuelos, Faustino y Feliciana. Eran hijos de una gata llamada “Pachi”, la mascota de mi hermana Blanquita. Era la “Pachi” tan bonita, tan buena y tan eficiente protegiendo nuestros bienes contra daños ratoneros, que muchas vecinas nos pedían alguna cría suya para llevarla a su casa. También debía ser muy prolífica porque siempre sobraban gatos de sus camadas y no quedaba otro remedio que “deshacerse de ellos” para no tener la casa invadida de mininos. En aquella ocasión me ordenaron a mí tirarlos al río para que se ahogaran.
Intenté cumplir el encargo lo mejor que supe, aunque, como era previsible, la tarea me resultó muy dura de “ejecutar”. Los llevé en un cestín de varas de palera, no recuerdo si solo o acompañado de algún otro niño, hasta la orilla del río, en Las Encorradas. Sí recuerdo que, cuando los iba cogiendo, uno a uno, para tirarlos al río, veía sus ojos cerrados, todavía ciegos, y notaba en mi mano los latidos de sus corazones, el calor de sus cuerpos y sus movimientos respiratorios acompasados con unos maullidos lastimeros. Si esa impresión, repetida con cada uno, no me resultaba bastante angustiosa, además me quedé clavado al suelo presenciando su pataleo desesperado dentro del agua hasta que se fueron agotando y quedaron flotando, finalmente inmóviles, ya muertos, todos ellos.
Un año más tarde nació otra camada y por algún motivo dos resultaron indultados. Por desgracia me tocó a mí, ya con nueve años de madurez prematura y eficiencia gaticida probada, ahogar a los demás, no sé cuántos, muchos sin duda, esta vez metidos en un saco para evitarme su contacto final y la visión de su lucha por la vida dentro del agua. A pesar de tal precaución, éste también permanece en mi memoria como un recuerdo indeleble.
No me tocó por entonces deshacerme de cachorros de perro, porque en nuestra casa no había perras; pero recuerdo que esa era también la forma de acabar con ellos en las casas que sí las tenían. Esta tarea siempre competía a los niños, excepto cuando el perro era ya adulto, porque en tal caso la ejecución consistía en atarlo por el cuello con el nudo corredizo de un cordel a la pezonera de la lanza del carro, que era empicado para ahorcarlo.
Los dos gatos que fueron indultados en aquella ocasión permanecieron en casa de mis abuelos, al lado de su madre, una corta temporada, un par de meses, hasta su destete, y pude darles un trato cariñoso antes de que se los llevaran a su casa de adopción. Uno era mariello y el otro rajón. Entre otras cosas llegué a ponerles un nombre. Habíamos aprendido aquel año en la escuela los nombres de los ríos más importantes del mundo y a mí me había llamado la atención el nombre de un río de Norteamérica, el Mississippi. Se me quedó grabado inmediatamente en la memoria porque me sonaba igual que las dos interjecciones que se usaban en Ferreras para llamar y ahuyentar a los gatos: ¡Mis! y ¡Sape! Así que les llamé “Missi” a uno y “Sippi” al otro; “Missi” al mariello y “Sippi” al rajón, creo recordar.
Aquel mismo año (1956), el 11 de Septiembre, al atardecer, me regalaron un cachorrillo de perro recién destetado. Tenía yo 9 años. Aquel día, de madrugada, había nacido mi hermana menor, Celsa, y fallecido mi madre. Cuando recuerdo la jornada, me vuelve a resultar interminable, con unos detalles marginales que la marcaron: ni yo podía salir de casa ni los otros rapacines del pueblo se acercaban por allí, y todas las personas que pasaban en multitud, una y otra vez, por nuestra casa me dedicaban comentarios que, pretendiendo ser cariñosos, me resultaban aborrecibles.
Entre otras personas, acudieron para el entierro varias desde Folloso, un pueblecito en la comarca de La Omaña, donde teníamos familiares (mi tía Celia, mi prima Angelines y mi madrina Consolación) y yo había sido acogido tres meses de verano a la edad de cinco años y medio. Recuerdo que nada más llegar a nuestra casa uno de ellos, de nombre Antonio, se bajó de un caballo alto y negro y me entregó un cachorrillo menudo, de color rojizo y morro afilado, con dos orejinas muy tiesas y un rabo muy largo y peludo. Sí recuerdo que en el regalo anduvo implicado “Tano el de Julia”, un viejo amigo mío, que había ido a Folloso a llevar la mala noticia; pero hasta el día de hoy no he sido capaz de discernir, ni siquiera con la ayuda de mis hermanos mayores, Paco y Laudelina, si el tal Antonio era “Antonio el de Teófilo” o “Antonio el de la tía Cándida", ni de qué casa procedía el cachorro ni quién tuvo la ocurrencia de regalármelo.
Resultó en verdad un regalo muy acertado, porque, a partir de aquel instante, ni la pena fue tan insoportable ni la vida tan imposible.
Lo primero que tuve que hacer fue conseguirle algo de leche migada para su cena y un collar con una cuerda para sujetarlo y evitar que se extraviara. También le preparé una especie de cama de heno para que pasara la noche en nuestro pajar.
Aún revivo las dudas para elegirle un nombre propio, debate en el que opinaron muchas personas y todas, sin excepción, mencionaban su indudable parecido con los raposines para proponer nombres relacionados con su aspecto, porque ciertamente parecía más un zorro que un perro. Pero yo decidí de forma inapelable que le llamaría “Misuri” (alias y principal afluente del Mississippi), por seguir el juego del nombre de los dos gatos que ya se habían ido de nuestra casa.
Para resumir su relación conmigo, diré que el cachorro Misuri se convirtió de inmediato en mi compañero más constante a partir de aquel día. Crecimos juntos durante más de dos años hasta que me trasladé a Astorga para estudiar. Luego seguimos conviviendo durante mis vacaciones hasta finales de 1962.
2.- Un adiestramiento deficiente.
Yo lo enseñé todo lo bien que supe, que no fue mucho; pero, sobre todo, jugué con él durante horas y horas a los juegos que más nos divertían.
Los primeros adiestramientos consistieron en presentarle a las gallinas, los gatos, las ovejas y las vacas de casa; en acostumbrarlo a aceptar los restos de nuestra comida, a acudir a la llamada y a retirarse cuando estorbaba; y a usar la gatera para salir a evacuar fuera de casa y para entrar al regreso.
La siguiente prioridad fue descubrir los juegos que nos divertían y aprender los dos a disfrutarlos, ya que cada jornada compartíamos más de 9 horas de pastoreo de las vacas, horas que sin él resultaban aburridas, lentísimas, interminables.
Luego intenté convertirlo en un perro de aqueda, para que me ayudara a pastorear nuestras vacas y a espantar las gallinas ajenas que invadían nuestra huerta para picotear las hortalizas y buscar insectos, gusanos y raíces, escarbando los surcos recién regados.
“Espantando gallinas”. Una vez que me hubo acompañado un par de veces y después de haberlas perseguido conmigo hasta fuera de las linderas, descubrió que aquella era una práctica muy divertida y, en las ocasiones posteriores, salía ya desde casa con ganas de iniciar la persecución. Un pequeño problema al que nos enfrentamos a raíz de aquellas correrías fue que las expediciones punitivas de Misuri no siempre se mantuvieron en los márgenes ideales de proporcionalidad y que tampoco él sabía de linderas, así que cuando empezó a extenderse en los corrales y gallineros vecinos la moda de las gallinas y gallos rabones, la pareja de expedicionarios dejó de ser apreciada en la vecindad. Misuri fue, incluso, falsamente acusado, sin pruebas por supuesto, de la desaparición de algún ejemplar gallináceo. La imputación era infundada; pero tampoco su aspecto zorruno lo excluía de las inmediatas sospechas en este litigio. En síntesis, puedo asegurar que en esta labor fuimos muy eficientes, tanto que enseguida quedó despoblada nuestra huerta de aquellas escarbadoras que la consideraban su patio de recreo y paraíso diario.
"Aquedando vacas". Misuri, por el contrario, no tenía instinto ni voluntad de aquedar las vacas. Solamente lo hacía con ganas cuando estaba seguro de que yo lo iba a recompensar de forma inmediata. La recompensa, porque yo no tenía otra, era siempre una sesión de juegos del “envisque” o del “busca-busca”. El problema, en este cometido, surgía cuando él o yo nos habíamos cansado ya del juego. Entonces ya no atendía a las órdenes que le daba para ir a aquedar una vaca descarriada. Pero, cuando sí lo hacía, ejecutaba su función de forma muy inteligente y eficaz. Llegó, por ejemplo, a interpretar correctamente una orden tan inadecuada para un perro como ésta: “¡Misuri, a la Montañesa principalmente!”, dirigiéndose a aquedar precisamente a aquella vaca y no a otra del grupo. Debido a su estatura poco intimidante (siempre menudo, bajito) aprendió a aplicar con maestría dos tácticas diferentes: a las vacas más bravas, las que se le enfrentaban, las obligaba a perseguirlo hasta el lugar de destino, mientras reculaba ladrándoles; a las demás las perseguía intentando morderles las pantorrillas, algo que las arreaba de verdad. En ambos casos conseguía el resultado deseado, con alguna rara excepción cuando la vaca se iba en la dirección contraria y terminaban los dos causando daños en el fruto ajeno que debíamos haber respetado.
"Cobrando piezas de caza". Una tarea para la que Misuri resultó negado desde el principio, fue la de cobrar cualquier cosa que yo le arrojara lejos con la intención de que me la devolviera: ni la piedra, ni el palo ni alguna de mis alpargatas, usados de señuelo, lo llegaron a motivar. Se limitaba a correr tras el objeto que yo le había lanzado lejos hasta localizarlo por el olor; pero luego se quedaba esperando a que yo fuera a recogerlo o regresaba totalmente desinteresado del intento. Tampoco mostró interés ni habilidad alguna como perro de caza. Mejor dicho: nunca le entusiasmó acompañar a un cazador. En cambio, casi siempre que yo lo echaba en falta y salía a buscarlo, tras alguna de sus escapadas, lo encontraba tratando de cazar, entonces sí y con bastante éxito, a algún animalejo por el campo.
Jugando a perros. Lo que mejor aprendió Misuri fueron nuestros juegos, tal vez porque unas nueve horas diarias nos dieron para muchos ejercicios. Estos eran nuestros juegos por el orden en que él los prefería:
"El busca-busca”. Yo lo incitaba a seguir sobre el terreno el supuesto rastro de algún animal, lo que incluía hocicar en las ratoneras, toperas, viveras de reptiles o matas de hierba o de maleza. Era su especialidad, tal vez porque sus propios genes y las pautas innatas en los zorros lo habían predestinado para tal impronta. Tanto se aficionó a esta tarea, que cuando encontraba un rastro caliente no había forma de que lo abandonara, si no era por la fuerza. Llegó a practicar este juego de modo perfecto y algunas veces utilizábamos cualquier bichejo de señuelo: saltones, ratones, lagartijas, lagartos... Le gustaba mucho acompañar al carro y las vacas, trotando debajo, a la sombra del carro, porque le resultaba muy molesto el calor. En los días de las acarreas de las mieses no se perdía la carga de cada manojo, al levantarlo, especialmente el último de cada carriello, porque debajo de ellos podían aparecer uno o varios ratones. También este pasatiempo nos dio algún quebradero de cabeza, como cuando nos reprochó una vecina, en este caso con razón, aunque exagerando los daños, haber deshecho y desgranado una hilera de carrillos de trigo por buscar los ratones que se escondían debajo de los manojos.
“El envisque”. En este juego yo trataba de azuzarlo contra un rival imaginario. Yo mismo hacía el papel de su entrenador o el de su rival. Si yo hacía el papel del rival, terminábamos gruñendo, ladrando y liándonos en apretados revolcones. Nos divertíamos muchísimo los dos. Misuri dominaba estas peleas, pero sólo en los juegos, porque en las peleas reales con otros perros, tan frecuentes en las actividades pastoriles, siempre salía malparado, si antes no salía por patas, que era lo habitual. No por ello dejaba de ser fiero a su manera y, aunque se retirara a tiempo, no renunciaba a proclamar su negativa a rendirse y su “odio eterno a los rivales”. Su habitual indefensión provocó alguna pelea mía con algún pastor que le enviscaba insistentemente sus perros, siempre más grandes y poderosos.
“Enfados y afalagos”. En este juego los dos llegamos a alcanzar verdadera maestría dramática. Comenzaba yo reprendiéndole alguna supuesta mala conducta, primero con palabras compungidas, luego con gestos de reproche y cara de enfado o tristeza, y terminaba riñéndolo y hasta amenazándolo. Su pose consiguiente consistía en un encogimiento progresivo, que iba de leve a desmesurado, llegando a ocultar el rabo inmóvil entre las patas y emitir unos gañidos casi lastimeros. Cuando ambos habíamos alcanzado la pose crítica, él se giraba y emprendía la marcha hacia casa, volviéndose cada pocos pasos para comprobar si yo iniciaba la escena del perdón con el más leve gesto de llamada o amistad. Si se producía tal escena del perdón, nos dedicábamos una larga sesión de abrazos y revolcones. Pero, cuando yo persistía en el enfurruñamiento, por simple comedia o con motivo, ya que a menudo me los daba, él terminaba escapando de verdad para casa. A veces regresaba más tarde a mi encuentro, otras no. Cuando lo hacía, venía hacia mí agachado, afalagándose y agitando el rabo tan intensamente que movía también la parte trasera de su cuerpo. Cuando no regresaba, me esperaba en casa y, sabiendo a qué hora volvía yo con las vacas, salía a encontrarme haciendo la misma pamplina. Sus gestos eran tan llamativos que uno de nuestros espectadores habituales, “Jesús, el Bigotes”, me comentó en una ocasión: “¡Hay que ver cómo se afalaga. Ese perro te engaña, sabe más que tú!”. Cuando mi enfado estaba verdaderamente justificado, casi siempre porque me había dejado solo para irse de correrías, yo lo rechazaba con la frase más ofendida y rencorosa de mi repertorio, que se quedó en la memoria de algunos vecinos y amigos: “¡vete a la mierda pa siempre, rabo contrito!”.
“Al rabo-rabo”. Éste fue un juego de su propia invención que practicaba siempre que estaba aburrido y con el que yo me reía mucho, por lo que aprendí a incitarlo para que hiciera exhibiciones, sobre todo cuando teníamos de espectadores a otros rapacines. Consistía en dar vueltas sobre su trasero, tratando de pescar y morderse su propio rabo.
“La ñadadera”. Consistía en meternos en el río a nadar. Dado que él le tenía pánico al agua, nada más participaba cuando estábamos solos y después de muchos ruegos míos e indecisiones suyas. Al salir de aquella agua tan fría, empezaba lo bueno para él: “correr las calenturas” para sacudirse el agua de su pelambrera tan abundante. Los otros pastores tenían la manía de tirarlo al río, si conseguían atraparlo, por lo que terminó teniéndole fobia al río y lo evitaba siempre que podía. No soportaba que yo me pusiera a pescar y, cuando lo hacía, se alejaba arrastrando el rabo en busca de otros pasatiempos.
Su alimentación era más variada que la de otros perros. Comía de todo, compartía todo lo que yo comía y, cuando tardaba en darle una parte de mi merienda, se sentaba a mirarme fijamente a las manos, los ojos y la boca, mientras limpiaba toda su dentadura, de lado a lado, con la lengua ensalivada. Sorprendía a toda la gente su gusto por las cerezas, las moras, las uvas y toda clase frutas, cuando estaban maduras. Cazaba y comía saltones, grillos, lagartijas, lagartos, las ancas de las ranas y, sobre todo, ratones. Pero, contradiciendo las sospechas generales, yo nunca lo vi comer aves, ni pájaros ni gallinas.
Su carácter nunca fue dócil. Con todas mis pobres enseñanzas no logré educar su conducta para hacer de él un perro de provecho. Mi fracaso en este cometido resultó absoluto. Tal como sentenciaban los entendidos: "Misuri no valía para perro de aqueda, ni para perro de caza, ni para perro de guarda de casa"; era en todas esas materias un simple desentendido, que las desempeñaba únicamente cuando le apetecía y de una forma inexperta. Para más inri, si yo le regañaba por su desentendimiento, se quedaba mirándome fijamente con un gesto muy expresivo, que, de haber sabido él hablar, podría haber incluido la siguiente alegación: “mira, muchacho ignorante, si tú fueras capaz de aprender, yo te podría enseñar a ti un montón de cosas importantes que ignoras”.
Por el contrario, gracias a su herencia genética -¡sabe Dios de dónde había salido con aquella pinta de raposín! - no es de extrañar que terminase siendo el prototipo de perro prolemas. Y es que tuvo problemas, muchos. Los tuvimos él y yo, en gran número, durante su vida.
Su aspecto incitaba a todo el mundo a intentar tocarle el rabo con riesgo para la mano tendida y su forma de aproximarse a las personas, siempre sigiloso y por detrás, provocaba a todos los vecinos a perseguirlo y hacerle perrerías. Así que los mayores lo perseguían a gorrazos y los niños a cantazos, por lo que terminó cogiéndoles manía a varios de ellos, que sentenciaban, sin ver nunca la viga en sus propios ojos, “ese perro es un rencoroso”.
Tampoco sus lances dejaron de llamar la atención: No sé yo qué suerte de instinto lo podía incitar a meterse con aquellas personas a las que más respetábamos los demás y que no se libraron de sus mordiscos o tentativas de mordisco en la pantorrilla (guardias civiles, médico, alguacil, cura, maestros, veterinario…). ¡Cuántas disculpas tuvimos que dar!
Siguiendo a hurtadillas mis pasos, entró una vez a la escuela y dos veces a la iglesia.
Nunca hacía sus necesidades en casa, así que tenía que salir un par de veces cada día a aliviarse en el campo. Esas salidas eran ocasión para quedarse distraído o amontonarse a merodear con otros perros. Mientras estuvo a mi cargo, yo siempre lo buscaba de inmediato, pero después que yo me fuera del pueblo para estudiar se pasaba cada vez más tiempo de picos pardos y desatendía las labores propias de su función de perro doméstico y pastor.
3.- Mi partida y su descarrío.
En noviembre de 1958 yo lo abandoné para irme a Astorga, a estudiar. Ahora sospecho que, a partir de entonces, él me echó demasiado de menos. Por el contrario, he de reconocer que yo no lo eché de menos a él en absoluto, ya que me sobraban preocupaciones y distracciones, cada vez más interesantes. Además es claro que crecí en edad y en físico, pero mermé en paciencia, en buen carácter y en tiempo libre para los juegos. Aunque me volvía a ocupar de él y de las vacas durante las vacaciones de verano, poco a poco fueron disminuyendo nuestros juegos compartidos, rompiéndose el hilo de nuestra dependencia recíproca. Y nadie me sustituyó a su lado.
En 1961 ya Misuri andaba desatalentado, haciendo vida de parásito y vagabundo. No servía de nada que lo reprendieran cuando recalaba en casa con o sin heridas de guerra, porque, si no le agradaba el recibimiento, volvía a largarse de inmediato. Estaba claro que era autosuficiente para su alimentación a base de animaluchos y frutas que iba cazando a salto de mata y a la rebusca. Cada vez pasaba con nosotros menos períodos y más cortos.
En verano de 1962 yo, con 15 años, asumí en casa tareas agrícolas y abandoné definitivamente las de pastorín de vacas. Por su parte, Misuri alcanzó el nivel máximo de relación irreconciliable con mi tío Tomás que me había sustituido en las funciones de pastoreo. Este fue el momento en que ya se empezó a escuchar por casa aquella vieja canción de la sentencia fatal en forma potencial: “tendríamos que deshacernos de Misuri”. Entonces fue cuando yo le fallé por no asumir mi responsabilidad para encargarme de él y reconducir su conducta o para, al menos, defenderlo.
Aquel agosto de 1962 Misuri cumplió 6 años, media vida de un perro.
4.- Un fatal desenlace.
En diciembre, cuando yo llegué de vacaciones de Navidad, el sonsonete de la canción fatal ya se había vuelto imperativo: “deshazte de Misuri”. Entonces me vi obligado a elegir entre la tranquilidad de mi tío y la vida de mi perro y no dudé un solo instante en la preferencia. Tampoco entonces formulé objeciones. Pero no estuve dispuesto a ser yo quien lo ejecutara. Apenas me dio tiempo a pensar en la forma de evitarle sufrimientos. Por eso, le pedí a un cazador amigo, Avelino Martínez, al que él tenía olido como uno de sus principales enemigos, que lo matara de un tiro.
La ejecución se consumó en nuestra huerta cercada del Camino de Astorga. Su muerte, en día de inocentes, fue instantánea. El escopetazo, a unos tres metros de distancia, aplastó contra el suelo su gesto fiero de acometer al “enemigo que invadía su territorio”.
Lo enterré en un espacio soleado, entre frutales, orientado al mediodía, dentro de una tumba pequeña, tamaño de parvulito, pero profunda, excavada en arcilla roja, con un mullido de heno por debajo y otro por encima de su cuerpo, todavía caliente.
Sí tuve valor para cerrarle los ojos mientras pensaba que jamás los volvería a abrir. Recuerdo muy bien que noté fría, como siempre, la punta de su nariz.
Cada uno de los restantes días de aquellas vacaciones, unos diez días, hube de reencontrar su tumba porque tenía que acudir a una casa que teníamos en aquel recinto en busca de diversos productos que guardábamos en ella. Estas visitas reiteradas me acrecentaron la mala conciencia de las consecuencias irreparables de lo que se había consumado: un canicidio con alevosía - por indefensión de la víctima-. Ya sabía yo que tendría que vivir sin él para siempre, que nunca volveríamos a compartir correrías ni tardes de pastoreo ni volvería a encontrar su mirada pendiente de mí. Justo entonces, cuando empecé a echarlo de menos, supe que ningún otro perro o persona podría sustituir nunca aquella amistad que él me había brindado. En vano buscaba consuelo en imaginar el supuesto cielo de los perros o en componer líricas elegías en su memoria… No me sirvieron de nada.
Cuando terminaron las vacaciones navideñas, regresé a mis estudios con más morriña que nunca y con un pesar añadido: la certidumbre de haberlo mandado matar por uno de sus supuestos enemigos. Me sentía un traidor por no haber asumido mi responsabilidad para con él. Había resultado ser alguien en quien Misuri no debería haber confiado, ya que no había sabido o no había podido corresponder a su confianza.
Fue muy difícil para mí y me costó mucho tiempo hacerme a la idea, empezar a olvidar. Creo que aquel hecho y mi mala conciencia posterior han afectado a mi carácter con alguna clase de mella duradera.
Como suele decirse para consuelo de duelos: “el tiempo todo lo cura y hace que todo se olvide, lo bueno y lo malo”. Pero yo tengo la prueba de que “no del todo”. Ni siquiera el raciocinio me ayuda mucho: saber que Misuri había tensado tanto los hilos de la suerte que las parcas terminaron por soltar el hilo de su vida, no suaviza para nada mi mala conciencia.
También se decía entonces, antes de que fuera promulgada la legislación penal contra el maltrato de animales, que los niños de los pueblos aprendemos muy tempranamente que todos los seres vivos terminamos muriendo y que, a veces, hay que deshacerse de algunos animales. Yo sí lo tenía asumido y posteriormente hube de volver a sacrificar otros animales, pero es que Misuri… era mi responsabilidad.
El único consuelo que yo encontré para mi duelo fue el silencioso agradecimiento de mi tío Tomás, cuyo efecto dura todavía. Espero que los Santos Inocentes, que también murieron por el bien de otro inocente, intercedan por mí a la hora de poner en la balanza mis antecedentes buenos y malos.
Como lenitivo esperanzador, he recibido recientemente un muy buen consejo: "yo debo ser el primero en perdonarme".
5.- ... y después:
Misuri tuvo generaciones de descendientes, pero sólo uno heredó su nombre. Este Misuri IIº vivió en el pueblo una larga vida de perro, pero estoy seguro de que no fue tan divertida como la de el mi Misuri, al que hasta hoy, después de tantos años, siguen recordando muchas personas del pueblo con una sonrisa, también Avelino Martínez, quien, a sus noventa y muchos años, echaba su pizca de humor reclamándome en público el pago del cartucho mortal - será otra deuda eterna-. Yo mismo lo recuerdo también con una sonrisa, pero forzada en mi caso.
Hoy en día, mis recuerdos de Misuri siguen asociados a las alegrías que nos regalamos y a la pena de que nunca volveremos a vernos. ¿O, tal vez, sí?
Ferreras, 28 de diciembre de 2014, día de los Santos Inocentes