sábado, 8 de enero de 2022

9.3.- Apéndice: Urceros cepedanos

  



9.3.- Trabajos y rutas de los urceros cepedanos

Extracto del libro

 



Los expertos en la evolución de las especies vegetales en un entorno determinado sostienen que el paisaje de las primeras estribaciones de la cordillera cantábrica, en la Cepeda Alta y la Omaña, donde predominaba el brezo sobre cualquier otra especie de planta, era debido a la frecuencia de los incendios que destruían cuantos vegetales asomaban sobre la superficie de la tierra, erradicando las retamas y los robles de grandes superficies de llanuras o laderas. Sin embargo las urces, sobre todo las gandariegas, como disponen de un tuérgano o cepo de muchos decímetros de diámetro que constituye su raíz protegida bajo tierra y a salvo por tanto de las llamas, logran retoñar antes de que germinen las semillas de cualquier otro arbusto y ocupen el territorio, aprovechando el escaso humus con que están cubiertas estas tierras.

 

Brezal en el Tesón de San Feliz, con urces rojas - "gandariegas" (Erika australis) y urces albares (Erica arborea).

 

Por eso el paisaje ha cambiado a partir de los años 80 del pasado siglo en que han ido quedando sin labrar grandes superficies de tierra antes cultivada, en las cuales la flor blanca de las escobas o la amarilla de los piornos se enseñorea del paisaje. 

 

   

Piorno (Cytisus scoparius)

 

Escoba (Cytisus multiflorus)

 

Las tareas más penosas: urces, tuérganos y fuyacos.
 
Eran las tres actividades consideradas más penosas por los campesinos cepedanos. A ellas destinaban con frecuencia a aquel miembro de la familia que no tenía demasiadas habilidades para ocuparse de una tarea más complicada. Cuando era necesario, incluso el cabeza de familia dedicaba unos días a estas labores.


Urces:
 

“Ay fiyu, tú, en que nu tengas pa outras cousas, ties que tener una buena parexa vacas, purque mira: que vien un pagamentu nuevu y nu ties dineru pa él, pus cortas un carru d’urces, llévaslu pa la Ribera y ya trais con qué pagalu. Y, si nu ties buena pareja vacas nu pues dir cun urces, purque nu te salen en cualquier cuesta u d’un atulladeru pur ahí p’allá.”

 

Así le decía un hombre de experiencia al zagalillo (mi padre) que con apenas 15 años intentaba poner en marcha la casa de labranza arruinada años antes por la muerte del padre, en Villarmeriel. Porque las urces del monte (y, hasta el siglo XIX, el carboneo) eran un complemento laboral y económico de la ganadería y la agricultura para las familias pobres con más mano de obra que tierras donde emplearla –y lo eran casi todas-.

 

Aguzos, gabuzos o cadavones

 

Las urces secas son el combustible de acción más rápida y energética que se produce por estas tierras. Con ellas o con sus troncos resecos, los cadavones, se consigue en pocos minutos hervir un caldero de agua o, en poco más de media hora, arrojar un horno para cocer el pan. Sus cepos o tuérganos, como también los troncos de roble, producen un fuego más duradero, pero de acción lenta y mucho menos viva. Además de que, para iniciar el fuego, resulta casi imposible hacerlo con troncos gordos o con tuérganos y son las urces o los fuyacos el acelerante necesario. 

Casi todos los cepedanos han usado las urces o brezos como combustible, pero sobreviven muy pocas de las personas que dedicaron semanas o meses a cortar urces para llevarlas a vender. Sin embargo, hasta mitad del siglo XX, rara era la semana de otoño o primavera en que no circulaba una caravana de media docena de carros por el camino de las urces, que partía del Teso del Oro, por el camino del alto que separa las cuencas del Tuerto y el Barbadiel y que coincidía con el trazado de la vía romana desde Astorga a Pravia. Aunque en verano funcionaban por la Cepeda Baja los caminos del valle, con trazado similar al que tiene la actual carretera, en invierno estos caminos servían para caballerías o peatones, pero, con mucha dificultad, para los carros del país, cuyas ruedas de hierro iban ahondando más y más los baches en cruces de arroyos, manantiales y lugares húmedos, en los que, por supuesto, no existían puentes sino vados que enseguida se convertían en atolladeros.

 

Rutas de los urceros cepedanos

 

Los urceros de la Cepeda Alta, acostumbrados a buscar camino nuevo cada vez que una tormenta arroyaba el antiguo, usaban otras rutas que discurrían fuera del valle del Tuerto, por los páramos entre dos vertientes donde se dividen las aguas y donde no se formaban tantos arroyos que los cruzaran. Los de Oliegos, Cuelebros, etc., iban por entre el Porcos y el Tuerto. Los de Castro, La Veguellina o Villarmeriel, por la izquierda del valle. Los de Morriondo y Ferreras, por el valle del Barbadiel hasta La Ribera. Los de Escuredo y Sanfeliz solían dirigirse hacia Carrizo, por entre el Valeo y el Valdeluengo. 

El destino de los urceros de Villar era “La Ribera”, especialmente Benavides, donde había confiteros y panaderos que con frecuencia les salían al camino para comprar las mejores antes de que llegaran a cada pueblo. Las mejores urces eran las gandariegas, de flor granate, con cañas finas y mucho ramaje acicular. Por un feixe de ellas pagaban hasta el doble que por uno de albares. No es extraño porque, aparte de ser mucho más manejables en el hogar o en el horno, cunden muchísimo más.

 

   

Urces gandariegas

(Erica australis)

 

Urces blancas

(Erica arborea)

 

Para poder “echar un viaxe d’urces pa la Ribera”, había que dedicar no menos de una semana de durísimo trabajo: tres días una sola persona para cortar y atar las urces; dos jornadas de dos personas con el carro y las vacas para juntar las urces en el punto de partida y otras dos del carretero con yunta y carro en el viaje.

Era una de las pocas faenas que rara vez hacían las mujeres: primero debía uno doblar los riñones hasta el suelo, para, con una pequeña macheta vieja (las nuevas había que reservarlas para otros menesteres), ir golpeando las urces en su entronque con el tuérgano, que era la parte más quebradiza de las mismas, y así desprenderlas de la raíz. Tres puñados hacían una gavilla y con tres gavillas se hacía un feixe.

Macheta vieja

 

Los varones que adolecían de escasas luces para otros cometidos dedicaban buena parte de los días del año a esta labor, si es que no andaban de modo continuado de pastores con un rebaño. Un tal Craudu, que no sabía sumar y apenas contar, cuando su padre le preguntó por el resultado de todo el día cortando urces, contestó: Curtey tres ventis y’un trenta, y’outrus ocho más. O sea, que el bueno de Craudu había trabajado de lo lindo: casi cien feixes de urces, que ya cargaban un carro desde la Sierra al "Alto las Urces".

Lo normal era dejarlas orear un día o dos antes de atarlas con el vilorto, para que las ataduras no se aflojaran al secar. Con el fin de que perdieran hasta la mitad de su peso en agua y en hojas, era conveniente dejar las urces en el monte un par de semanas, como mínimo, antes de transportarlas en el carro hasta el Alto las Urces, una llastra cerca del Teso del Oro, donde se hacía una buena morena. Dos carros de urces traídos desde la Sierra, cuyos pésimos caminos impedían cargar mucho, se transportaban en uno solo cuando llegaba el momento de salir hacia Benavides.

La víspera del viaje, a última hora, se cargaban todos los carros con extremo cuidado para equilibrar el peso de delante y detrás del eje y las ruedas. Así las vacas irían cómodas en el largo viaje de unos veinticinco kilómetros. Allí pernoctaban los carros cargados. En ellos había que disponer tres mañizas de hierba seca y un par de piensos de centeno por cada día de viaje, para alimentar a la pareja de vacas.

Mucho antes de amanecer el día siguiente, bien cebadas las vacas en casa y uñidas, llegaban hasta el carro. Allí se ensobeaba, ajustando bien la correa a la puzonera, y era el momento de partir hacia el sur.

 

 

Pese a la solidaridad entre los carreteros, el que era listo procuraba viajar el segundo o tercero de la caravana. Así evitaba meterse en un gran charco o atolladero oculto del camino, porque ya el que iba primero lo había descubierto, atascándose en él y necesitando la cuartia de otra pareja de vacas para salir del atasco, y también se aseguraba de que, en caso de percance, como descargarse parte de la carga o volcar el carro hacia un lado, quienes venían detrás se verían obligados a ayudarle hasta ponerse de nuevo en marcha para poder pasar ellos por el estrecho camino.

El puesto primero de la caravana era casi siempre para el más fanfarrón, el que se las daba de experto en estas lides y pretendía erigirse en portavoz de todos, llegando incluso a marcar el precio de venta para la mercancía que llevaban todos los carros, el lugar en que iban a comer y aquel en que pernoctarían al volver a La Cepeda. La realidad era que, una vez en los pueblos de destino, cada quien había de arreglárselas para vender pronto y bien su mercancía. En ocasiones debían llegar incluso a Hospital de Órbigo para vender sus urces, en cuyo caso el viaje duraba tres días.

A veces se vendían por carro completo a panaderos o confiteros. Otras veces se ajustaban “a tanto el feixe”. Si se conseguían en los años treinta unos veinticinco duros por toda la carga, se había hecho un buen viaje. Tengamos en cuenta que, por esas fechas, el sueldo diario de una criada interna era en Astorga o León de una peseta y que el jornal de un segador en verano subía a algo más de un duro.

Parte de los ingresos obtenidos se quedaba en las tiendas de Benavides: que si una pieza de bacalao, arroz, aceite, azúcar, chocolate, un ovillo de hilo o unas agujas de ganchillo,... Siempre había que volver con algo especial para la familia.


Tuérganos o cepos:

 

La segunda de las actividades que rara vez hacía la mujer era arrancar tuérganos o cepos de urz gandariega.

 

   

Azadón

 

Machao

 

Esa raíz, el tuérgano o cepo, de forma esferoide, llega a superar los cincuenta centímetros de diámetro. Su madera es muy compacta, rosada y con ella se tallaban la bolas (media esfera) de jugar a los bolos, los morteros y otros utensilios. Crece en laderas solanas donde no hay demasiada tierra fértil. Tanto sus ramas para encender las cocinas o caldear hornos de pan o de confitería, como sus tuérganos, usados como combustible habitual para las cocinas y, en siglos anteriores, para hacer carbón vegetal, eran muy apreciados. Estaba prohibida en el siglo XX la venta de tuérganos para pueblo forastero, como lo estaba el carboneo, por el peligro de deforestación, pero no la exportación de carros de urces.

Cada familia gastaba en un año unos cinco carros de tuérganos para cocinar y calefactar en invierno la cocina (no había ningún otro sistema de calefacción). Además, los padres de alumnos aportaban tres o cuatro carros para la estufa de la escuela y otros tantos para la casa del maestro y la de la maestra.

 

Cepos de urz - tuérganos

 

Por todo ello, muy bien podía pasarse cada varón tres semanas de finales de otoño o comienzos de primavera en el monte arrancando tuérganos, provisto de un gran azadón que difícilmente manejaban las manos de una mujer: constaba de una pala de unos 40 cm de largo y un hacha de 15 cm, cuyo mango, un pie de roble muy, muy seco, había de tener unos 10 cm de diámetro para resistir los tirones necesarios para "arrancare" el cepo.

 

Fuyacos:

La tercera actividad que se evitaba a las mujeres era la poda de fuyacos, esas ramas o pies de roble que, cortadas a fines de setiembre, oreadas y atadas en mañizos, se almacenaban en la tenada para servir como alimento a cabras y ovejas, cuando la nieve impedía a los rebaños salir al monte.

En este caso las mujeres ayudaban en el transporte y almacenamiento de los fuyacos.

 

 

Para el trabajo relacionado con los fuyacos se guardaba la ropa más vieja y remendada que cada cual tenía. Los fuyacos obtenidos en monte comunal eran sólo para consumo propio y no podían venderse a forasteros, cosa que sí se hacía con los obtenidos en matas de roble particulares.

Tanto las urces como los cepos o los fuyacos están llenos de pinchos y elementos agresivos para las manos. Por tanto, y dado que el uso de guantes protectores era incompatible con la precaria economía de las familias, sólo unas manos con varios milímetros de callo podían manejarlos sin sufrir constantes heridas.


Villarmeriel - La Cepeda, 2017

Germán Suárez Blanco