Remembranza de una memoria “cuasi, cuasi” olvidada.
(Justificación, fines y proceso de construcción del memorial)
Escrito por Francisco Martínez Álvarez - Franmaral
Si hay algo que distingue al hombre de todos los demás seres vivos, es la costumbre universal de dar sepultura a sus muertos. Desde los remotos tiempos de la historia humana (se podría afirmar que desde hace más de 100.000 años) ha existido la práctica costumbre de enterrar a los muertos, como si con ello todavía se pudiera hacer algo por ellos: llorarlos, velarlos, enterrarlos y protegerlos, evitando la destrucción y dispersión de sus restos y de sus recuerdos, pues estos son lo que les queda a los vivos de sus muertos.
Pese a todo lo que digan los más afamados psicólogos y especialistas en ayudar a “pasar el mal trago”, ante la muerte de un ser querido no es fácil hallar consuelo, porque éste sólo sería posible recomponiendo lo roto, pudiendo coger los fragmentos y reunirlos de nuevo llegando a darles vida para poder darse un mutuo abrazo.
Después de todo los expuesto, y a partir de ese momento, la sepultura se convierte en un monumento dedicado a la conmemoración, de manera que la memoria del difunto sirve de recuerdo a quienes celebran y comparten dicho acto. Por ello el lugar de enterramiento se convierte en lugar de obligaciones y cuidados.
En la antigüedad los sepulcros y cementerios se denominaban memorias (lugares de recuerdo); por ello también en el pueblo de Ferreras en el lugar contiguo a la actual iglesia y que ahora ocupa un hermoso parque se albergó un cementerio, que es denominado en legajos notariales antiguos “Memoria del Santo Malvar”. En su interior permanecían en silencio los restos de la práctica totalidad de los moradores de Ferreras y Morriondo que, durante varias generaciones, desde el día 11 de agosto de 1855, fecha en que se enterró al primer difunto, fueron en él depositados compartiendo dicha tierra sagrada.
Allí permanecía la memoria de aquel temido, y a duras penas recordado por los más mayores, “mal de moda”, que desde el año 1918 al 1920 diezmó considerablemente estas poblaciones, saturándose por completo el camposanto, en el cual ya no quedaba un palmo de tierra donde colocar otro cadáver, surgiendo por ello la necesidad de recrecerlo “hacia lo alto”. Fue necesario subir unos peldaños de piedra para acceder a su interior, aunque reconfortados con la satisfacción de que los difuntos quedarían “un puquetín” más cerca del cielo.
¡Cuántos llantos, suspiros y lágrimas acogería aquel recinto! Cuántas amarguras, endulzadas a veces con el consuelo del “banquete funeral”, algunos más humildes y otros más pomposos, como el de aquel cura párroco, gran benefactor y propio de este pueblo, que “mandó” en su testamento que a su entierro asistieran “doce señores sacerdotes” y que, a la salida del cementerio, se repartieran tres cargas (más de 500 kilos) de pan cocido junto con el correspondiente vino entre todos los fieles, pequeños y mayores, que asistieran a “encomendar su alma”.
• Allí permanecía el recuerdo imborrable del día de Todos los Santos, cuando el señor cura, don Pedro, pateaba una por una todas las sepulturas de ambos cementerios para que a ningún difunto le faltara un “humilde responso”, incluso las que, formando parte del olvido, no tenían a nadie que depositara alguna moneda (reales, perronas o perrinas) en el verde cajón de madera que, lleno “a tente bonete” y como el mayor de los tesoros, portaba en sus manos el sacristán de turno.
• Allí permanecía el recuerdo de los típicos juegos de los niños, como “la maya” o “los cartones”, sirviendo sus paredones como escondite para algún osado rapacico y sus agujeros en las piedras como objetivo de algún habilidoso jugador que, “apulsando” bien, lograra colocar algún cartón “en chirona”.
• Allí permanecían también costumbres bien antiguas y ancestrales de los más pequeños como la de depositar en el lugar los primeros dientes de leche, que previamente con un hilo de coser y ausencia de dolor les habría arrancado alguna prolífica madre o abuela, convencidos de que eran una parte de su cuerpo que debían recuperar para comparecer al juicio final "con los mismos cuerpos y almas que tuvieron".
• Allí permanecía de igual modo el recuerdo del perenne “miedo metido en el cuerpo” de pequeños y mayores al pasar por las noches por delante de su acarcomada y enmohecida portona, siempre entreabierta en un gesto de invitación constante o, tal vez, porque ya estuviera desquiciada irreversiblemente para siempre.
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Y así fue pasando el tiempo. Y, como diría alguno de aquellos moradores, “a la chita callando” se fueron pasando los años sin sentir y, con ellos, también los recuerdos, y…
Y azotó el granizo
y soplaron los vientos,
calentó el estío,
cayeron los cierzos.
Y crecieron los niños
y se fueron los viejos,
se llevaron consigo
todos los recuerdos.
Cubiertas de espinos,
tres cruces de hierro
de aquellos vecinos
guardaban sus huesos.
Y volvieron los fríos
y, pasando algún tiempo,
se enfrió el cariño,
se apagó el respeto.
Y, allí recogidos,
llenos de recuerdos,
pasando al olvido,
fueron feneciendo.
Convertido el sitio
en un basurero,
ante tal destino
¿qué dirían los muertos?
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Un rebaño trashumante purifica el aire del viejo cementerio |
“Va ya pa” 40 años y parece que fue ayer cuando una potente máquina excavadora, marca “Calsa”, último modelo, junto con dos camiones, llegaban frente a la portona de aquel viejo cementerio, muy temprano, antes de que los primeros rayos del sol mañanero se reflejaran por última vez sobre los viejos paredones de tapial que lo protegían. Aquel mismo día desaparecerían para siempre, después de la ardua tarea de trasladar lo que quedaba en este mundo terrenal de los antiguos moradores que allí reposaban, para ser alojados en una nueva morada situada en el paraje denominado “Las Barreras”.
Aquella tarea a realizar, como tantas otras en el pueblo, fue aplaudida por muchos y, como no podía ser de otra manera, criticada también por otros, que, con cierta razón, aludían que “¡ni siquiera a los muertos se les dejaba descansar en paz!”.
Haciendo en todo momento “oídos sordos” a una u otra razón y prestando oído al toque de campana que llamaba al deber de “hacendera”, un grupo de voluntarios, siguiendo las órdenes del señor cura don Domingo “que en gloria esté”, comenzaron la delicada operación con cierto orden y armonía, empezando por demoler los paredones y continuando por remover varias tongadas de tierra sagrada y recogiendo en ellas con gran respeto y admiración centenares de cráneos, tibias, fémures y demás osamentas, que, ante su buen estado de conservación asombraban por su extraordinaria dureza, que, sin lugar a dudas, denotaba la robustez y fuerza física de aquellos antepasados que un día habitaron estas bravas tierras cepedanas.
Después de un intenso día de trabajo, tan cargado de curiosidad, al declinar de la tarde, casi al sol puesto, fue concluyendo la operación, sin el más mínimo temor, pues ¿qué miedo podía haber, cuando se trataba de vecinos y parientes que, aunque lejanos y desconocidos, habían vivido, como nosotros, momentos de gloria, aunque también amargos, pero que, sin lugar a dudas, formaron parte de nuestra propia sangre?
Y así, todos unidos, cumpliendo con todas las normas y cánones que marcaba la iglesia y con las abundantes bendiciones del párroco, fueron trasladados los restos a su nueva morada, en un cálido recinto del nuevo cementerio, convencidos de que allí se sentirían cómodos y satisfechos.
Allí salieron a la luz remembranzas y recuerdos como el de aquellas típicas discusiones entre vecinos, siempre por motivos de ganados, tierras y “térmanos”, en las que era frecuente escuchar la expresión apaciguadora que, como broche final, soltaba alguno de nuestros mayores, diciendo: “¡Pa mí con un metro de tierra me sobra y me basta!” o “¡a la vuelta de unos años todos pa Las Barreras, a cavar barro con el “cucote!”.
Y curiosamente, desde aquel momento, también en un metro cuadrado de tierra sagrada quedaban juntos y abrazados para siempre, como en un gesto de unión, todos los restos de aquellos moradores de Ferreras y Morriondo, pequeños y mayores, mujeres y hombres, sin distinción de credos ni ideas, ajenos a cualquier tipo de rencores y rencillas.
Parque del Santo Malvar, que ocupa hoy el lugar del antiguo cementerio |
A partir de entonces, en los primeros años, siempre hubo alguien que en actitud generosa se ocupara de limpiar el sitio y colocar en él algunas flores el día de Todos los Santos. Pero, con el paso del tiempo y como si la historia quisiera repetirse, se apoderó de aquel nuevo espacio la desidia y con ella llegó el abandono, dando también paso al olvido. Aprovechando la ocasión, las zarzas y “carqueixas” pronto tomaron posesión del sitio junto con algún rosal silvestre, como si la agradecida madre naturaleza quisiera obsequiar a aquellos olvidados difuntos con la fragancia de alguna rosa, pues a allí tan sólo iban a parar algunas flores marchitas y rechazadas que ya no servían en otras sepulturas, junto con macetas inservibles, plásticos y demás desechos, llegando a convertirse, como antaño, aquella memoria en un basurero.
Los visitantes entraban y salían, iban y venían, y, tratando de apartar la mirada, mostraban y manifestaban cierto recelo, como si tuvieran una deuda pendiente que pagar y un deber pendiente de cumplir con aquellos desconocidos que no eran de otro planeta, sino nuestros propios difuntos.
Afortunadamente, y siguiendo el antiguo refrán que decía que “no hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague”, tal vez el destino o la actitud generosa de algún humilde morador, tratando de cumplir con su deber y posible obligación, hizo acto de presencia...
Y así fue como una espléndida mañana primaveral, cuando los primeros rayos del sol traspasaron las copas de los centenarios castaños asentados en “El Chanico”, se fueron reflejando suavemente en la memoria, grabada en letras e incrustada en el eterno hormigón.
Mientras su dureza perdure en el tiempo, permanecerá la memoria de nuestros antepasados, que, aunque ya pagaron su deuda atravesando el mundo de los vivos, nunca más cruzarán la frontera del olvido.
Memoria de antepasados en el cementerio de Las Barreras |
Ferreras de Cepeda, primavera de 2019